En cierta ocasión, un tipo se dirigía a su auditorio con supuestas valiosas lecciones sobre el poder sagrado de la palabra, y el influjo que ella ejerce en nuestra vida y en la de los demás. “Lo que usted dice no sirve para nada” –lo interpeló otro tipo que se encontraba en el auditorio. Éste lo escuchó y, tan pronto terminó la frase, le vociferó: “¡Cállate, estúpido…! ¡Siéntate, idiota!”. Ante el asombro de los oyentes, el tipo aludido se llenó de furia, soltó varias puteadas, y, cuando estaba fuera de sí, el orador alzó la voz y le dijo: “Perdone caballero, lo he ofendido y le pido perdón; acepte mis sinceras disculpas y sepa que respeto su opinión, aunque estemos en desacuerdo”. El hombre se calmó y le contestó: “Bueno, entiendo y también pido disculpas y acepto que la diferencia de opiniones no debe usarse para pelear, sino para mirar otras opciones”. El orador le sonrió y agregó: “Perdone, usted, que haya sido de esta manera, pero así hemos visto todos, del modo más claro, el gran poder de las palabras: Con unas pocas palabras, lo enloquecí y, con otras pocas, lo calmé”.
Más allá de esta anécdota que tuve la posibilidad de presenciar, creo que a las palabras no se las lleva el viento, las palabras dejan huella, detentan poder e influyen, positiva o negativamente, en nosotros. Las palabras curan o hieren. Por eso mismo, los griegos sostenían que la palabra era divina, y los filósofos elogiaban el silencio, sobre todo, cuando no tenés idea de lo que estás diciendo… Albert Einstein solía expresar que “el lenguaje forma nuestras vidas y hechiza el pensamiento”. Es increíble el efecto que producen las palabras. La mayoría de las veces no nos damos cuenta de lo que decimos y, mucho menos, de las consecuencias. Es que las palabras constituyen un reflejo de nuestros pensamientos y sentimientos. Si, por dentro, nos estamos pudriendo en odios, por ejemplo, pues hablaremos desde el odio…
Es evidente que, al hablar, lo mejor es tratar de construir y no destruir. Incluso puede ser recomendable confirmar si la otra persona está entendiendo exactamente lo que estamos queriendo trasmitir, de tal forma que nuestro “comunicar” no sea de una profunda e impotente estupidez, ni, mucho menos, estupidice a los participantes. ¿Entendiste?, solemos preguntar…, y la otra persona responde: ¡Yo te diría que me dijeras… me expliqué!, y me deja en offside porque me pone frente al espejo de la claridad conceptual. Aun así, ni usted ni yo nos ahorraremos ni de malos entendidos y rabietas, ni nos enfrentarnos a mentiras mediáticas corporativas, ni intereses espurios de unos pocos que siguen creando mundos virtuales en la Argentina. Y esto es parte de nuestra vida diaria.
Las palabras encierran un poder sobre nuestro cerebro que desconocemos, enviando constantemente información de todo tipo y color. Esta información genera, en nosotros, sentimientos, actitudes y pensamientos; y, finalmente, una forma de vida. Si comunicamos desde la esperanza, es mayor la probabilidad de que éstas se hagan realidad, si comunicamos desde la calamidad, pues eso será lo que recibamos.
Por último, quiero compartir los consejos de mis abuelos. “Piense en esto y abra sus oídos, que no es lo mismo escuchar que oír. Escuchar lo hace todo el mundo, oír, sólo algunos. Cuide que no le mientan por intereses ajenos a los suyos. Sus pensamientos valen mucho, porque ellos lo llevan a vivir de una determinada manera. Cuide sus palabras, porque ellas marcan su destino. Piense para saber cuándo y cómo hay que comunicarse, y cuándo el silencio es la mejor decisión para usted y para los que ama. Usted será sabio, como creían los griegos, si sabe cuándo hablar y cuándo callar. Calmarse al estar airado o resentido y hablar sólo cuando esté en paz, suelen ser recomendaciones oportunas. Recuerde que sus palabras tienen poder, y que el viento nunca se las lleva, eso es un cuento que nos hicieron creer”.
por Michel Zeghaib
Lic. en Filosofía
(Revista On Line San Pablo)